CAPÍTULO 1

Domicilio de los padres de Manuel Fernández-Montesinos
Calle de San Antón. Granada
11:00 h de la mañana del 16 de agosto de 1936

 

 

—¿Ya ha sucedido? –preguntó agobiada doña Vicenta en cuanto vio entrar al cura en la salita. Venía precedido de la criada de la casa.

Un inequívoco gesto del clérigo fue la única respuesta.

—¡Dios mío! –exclamó la madre del poeta.

El sacerdote, don Esteban Azcona, era el confesor habitual de Manuel Fernández-Montesinos y Lustau y sabía desde el día anterior que su amigo el alcalde sería fusilado de madrugada. Había pasado la noche en la prisión provincial asistiendo espiritualmente al condenado y a algunos más de la causa que reclamaron sus servicios. La familia había hecho lo imposible para evitar la ejecución, pero no habían conseguido nada; ni siquiera el jefe cedista García-Alix obtuvo la menor piedad del gobernador.

Una orden del Gobierno Civil, firmada por el comandante Valdés Guzmán y ratificada rutinariamente por los servicios jurídicos del gobernador militar, el coronel González Espinosa, era la única notificación que iba a llevar a la muerte al alcalde y a otros treinta y cuatro más aquella madrugada. No había sentencia, porque no se había celebrado juicio.

Desde el mediodía del día anterior, cuando se conoció la condena, los padres de Concha estaban en casa de su consuegra para pasar juntos las últimas horas y esperar, con rezos y llamadas, esa oportunidad milagrosa que les devolviera con vida al alcalde del Frente Popular.

—¡Pobre Manolo! –volvió a decir mientras tomaba las manos del cura.

—Ha muerto como un buen cristiano, doña Vicenta –quiso aliviarla el tonsurado–. En paz y en gracia de Dios.

—¡¡Son unos criminales, don Esteban!! –protestó Vicenta Lorca, una maestra de escuela muy culta y con gran habilidad para el piano, que era una mujer de salud débil pero de carácter muy fuerte, mucho más que su consuegra.

—Doña Vicenta, por favor… –quiso templar el cura.

—Sabía yo que los fascistas nos acabarían matando a todos –añadió, recordando su profecía–. ¡¡Pobre hija mía!! ¡¡Pobres nietos míos!!

Concha García Lorca llevaba unos días en casa de su tío Paquito, en la Huerta del Tamarit, escondida con sus tres hijos. Todos pensaban que estaría más segura allí.

—Doña Vicenta, por favor… –insistió el cura, que era muy de derechas.

—¡Ni favor, ni leches, padre! –le escupió ella–. ¡Son unos asesinos… y punto!

—Por favor, señora… ¿Quiere usted que recemos un rosario, doña Vicenta? –ofreció el clérigo–. Eso la calmará.

—Mire, fraile –dijo ella recuperando la serenidad–. No tengo el cuerpo para misterios, ¿de acuerdo?

—Como usted quiera, señora –reculó el tonsurado, que sabía del genio de doña Vicenta.