CAPÍTULO 1
Palacio Real de El Prado, Madrid, 10 de enero de 1784
El caballero, que no se ha dado a conocer a Henriette, y que no le ha dicho ni una palabra durante el camino, entra rápidamente en su palacio con su presa; la lleva a una habitación remota, despide a sus criados… y se quita la máscara.
Marqués de Sade
La bruma encapotaba esa mañana el Real Sitio y apenas se llegaba a vislumbrar nada a más de diez pasos. La humedad que rezumaba del aire, dando un brillo de plata al camino empedrado, y el mucho frío de la mañana eran los únicos guardianes visibles del acceso principal a la residencia de invierno de los reyes de España. Parecía que el paisaje hubiera desaparecido tragado por la niebla, y sólo unos pocos bultos sin forma flanqueaban el camino allá donde debieran haber estado las encinas.
Una carretela descubierta servida por cochero y un lacayo en el pescante acercaba a palacio a un hombre solo que, pese al traqueteo, parecía ensimismado en la revisión de unos papeles que llevaba en el regazo. El vapor que exudaban los lomos de los caballos se mezclaba al punto con la niebla, y sólo el relincho de las bestias ponía vida en un paisaje que habría parecido vacío de toda alma si no hubiera sido por la aparición fugaz de algún venado que huía al cruzarse con el carricoche.
Entre la escasa atención que prestaba el viajero a lo que pasara a su lado y lo poco que se alcanzaba a ver en esa penumbra blanquecina, el caso es que la elegante traza de la Puerta de Hierro le pasó inadvertida. Por ello no reparó, tampoco, en los guardias de Corps apostados a sus jambas. No era la primera vez que el viajero cruzaba los prados del río Manzanares, ni la primera vez que pasaba por debajo de esa puerta que daba entrada al Real Sitio desde que Fernando VI, el hijo del primer Borbón coronado en España, había mandado comprar el castillo y el monte de Viñuelas.
El cochero templó un poco el trote cuando la cruzó y, pese a eso, nadie hizo gesto de detenerlo: el escudo en la portezuela del carruaje era pasaporte bastante para que el oficial al mando no parara al visitante. Cuando aquél alcanzó a distinguir la condición del viajero, ordenó a uno de los guardias, un alférez joven, que montara y diera escolta al visitante hasta la explanada del palacio, a poco más de media legua. El viajero apenas levantó los ojos de sus papeles cuando el coche pasó por delante de la caserna, y los pitidos de ritual de los apostados no lo distrajeron de la lectura. El visitante ya había entrado en el Real Sitio.