Capítulo 1

24 de junio de 1936 (mediodía).
Domicilio de los padres de Federico García Lorca. Madrid.

Un pellizco en el estómago le tenía descompuesto. Desde que se había despertado, una punzada inmisericorde le acompañaba a todas horas. Le sucedía siempre que presentaba en público alguna de sus obras, y en esta ocasión  no iba a ser diferente.

Aquella mañana demasiado cálida del verano madrileño, en la casa de sus padres, sabía que el malestar no tendría fin hasta que leyera por la tarde el manuscrito recién concluso de su Bernarda. Declamar una obra por primera vez, aunque fuera entre amigos, le trastornaba más que los nervios que siempre se apoderaban de él en los estrenos de teatro. Al fin y al cabo, pensaba, cuando sus palabras se hacían voz ante los otros era como si llegaran a la vida, como si la palabra escrita no fuera verdad completa y solo el eco de la voz insuflara a la obra el alma inmortal con la que viviría en adelante. Para Federico, esa primera lectura era como un parto en el que traspasado el dolor se rompía el cordón umbilical con «las palabras de la tinta» y nacían, decía él, «las palabras del viento», que ya correrían solas por el mundo sin necesidad de su concurso.

El drama que había terminado días antes era muy importante para él. Pretendía que ese texto nonato fuera su pasaporte para llegar a la fama más excelsa, la fama  que anhelaba entre sus compañeros de oficio. Federico ya tenía público, la crítica le trataba bastante bien, pero no le bastaba con eso, necesitaba el respeto y la admiración de sus camaradas de letras. Hasta que llegara ese momento no consideraría que su carrera literaria había alcanzado el mérito que ambicionaba secretamente desde que empezó a clavar palabras en el papel al poco de aprender a escribirlas.

Quería que sus colegas le aplaudieran como lo hacía la gente del pueblo llano cuando representaba en las plazas mayores las piezas de Cervantes, Calderón o Lope, enfundado en el mono azul de los oficiantes. A eso iba con Eduardo Ugarte, su medio hermano, con los Higueras, con su propia hermana Isabel y con los demás amigos de entonces, «los barracos»; como le había encargado que hiciera Fernando de los Ríos, un buen amigo de su padre que se ocupó del Ministerio de Instrucción Pública cuando se proclamó la Segunda República, en la primavera de 1931. Entonces, apenas le conocía nadie fuera del círculo de los poetas, recién llegado como estaba de un viaje a La Habana y Nueva York que le tuvo fuera de España desde 1929. Era más famoso en Cuba que en su país, donde realmente ansiaba el éxito, si bien La zapatera prodigiosa le dio a su vuelta de América una popularidad de la que ya había catado en el año 28 con su Romancero gitano.