PREFACIO

La muerte

-Pronto me veré también así -masculló don Diego de Apola mientras los criados limpiaban con toallas húmedas las protuberancias de la espalda del monarca moribundo.

 

Su mirada cansada se trenzó con la luz del poniente que teñía en dorado las telas de Holanda que recubrían el cuerpo llagado del enfermo. Una arcada de repugnancia le atenazó la garganta ante el insulto de los miasmas, el fétido olor de la podre se imponía a los tirabuzones de humo dibujados por el sol sobre el pebetero donde ardía esencia de romero para perfumar el ambiente. Un zócalo de azulejos de Talavera era el único adorno pensado para la pequeña habitación, contigua a la biblioteca, donde la majestad de la real persona yacía en una cama con baldaquino de terciopelo rojo bordado en oro. Sólo un par de escabeles y una mesa componían el atavío mobiliario de la pieza, desde la que, sin embargo, se contemplaba, a través de su oratorio, un fastuoso escenario de riqueza y poder: el altar mayor de la gran basílica se ofrecía como fondo magnífico al austero apaño del lecho de dolor donde yacía el Rey. La modestia de la estancia se engrandecía así con el esplendor del espacio litúrgico, su verdadera casa, la casa del nuevo Rey Salomón.

 

Alrededor de la cama colgaban ahora, de pared a pared y sobre un fondo de yeso blanco, docenas de crucifijos e imágenes religiosas que fray Diego de Yepes y el Prior de El Escorial le habían llevado para aliviar su enfermedad, o al menos eso él creía. Por allí andaban, junto con el brazo de San Vicente Ferrer, la costilla del obispo San Albano que le regalara Clemente VIII y la rodilla entera, con hueso y pellejo, de San Sebastián. Docenas de reliquias menores colgaban de los marcos que guardaban las mayores, y cintas benditas sujetaban las imágenes en torno a los muy queridos restos de San Ivón. Pared por medio, su gabinete, abierto de par en par a la cámara, servía estos días de cuarto de intendencia para las necesidades del monarca enfermo. Allí, unos plúteos de nogal sostenían las obras de fray Luis de Granada, Teresa de Ávila y Luis Blois, que, junto con otros pocos más títulos, no más allá de cuarenta, era toda cuanta lectura el Rey se había permitido en sus últimos años. Cerca de ellos, su escritorio, hoy vacío de recados, lo ocupaban redomas y frascos que los ayudantes médicos trajinaban preparando los ungüentos. En aquel ambiente recargado y oscuro, los asistentes al suceso se movían como sombras, sin más ruido que el inmisericorde compás del reloj de custodia que Hans de Evalo había fabricado para el Rey.